En cierta ocasión le preguntaron
a Jack Foster cuál era su programa de entrenamiento para haber conseguido una marca
de 2 horas y 11 minutos, después de pasados los 40 años, y contestó: “Yo no me
entreno nunca; salgo a correr todos los días y siento un gran placer con ello”. Y añadió:
“A mi no me molesta la perspectiva de correr en un futuro próximo marathones en 2
horas 30 minutos o en 3 horas o más”.
No creo que exista una filosofía más acertada, en este deporte, que la expuesta por Foster; es más, yo añadiría que todo aquel corredor que centre la práctica del correr en el binomio del entrenamiento y la competición, como único y principal objetivo, está en el mejor camino para llegar al abandono y las malas marcas.
No creo que exista una filosofía más acertada, en este deporte, que la expuesta por Foster; es más, yo añadiría que todo aquel corredor que centre la práctica del correr en el binomio del entrenamiento y la competición, como único y principal objetivo, está en el mejor camino para llegar al abandono y las malas marcas.
Entre todas las manifestaciones
del correr, ninguna será más placentera y gratificante que el entrenamiento compartido
con amigos corredores, en plena naturaleza. Entrenamientos exentos de
competitividad, relajados y a ritmos soportables, acompañados sólo por el rumor de
las pisadas y las conversaciones.
Valoremos esto y sigamos jugando
así, porque sin darnos cuenta hemos ido cayendo en manos del peor enemigo que
podíamos imaginar: comenzamos a correr crispados; intoxicados por la competencia o
en servidumbre de metas o marcas irrealizables, esclavos de planes de
entrenamiento cercanos a los trabajos forzados. Los entrenamientos alegres y
armoniosos, agradablemente agotadores, comienzan a tornarse en un palenque de cruentas
refriegas, en una exposición personal de marcas y jerarquías, con el único fin de proclamarles
a nuestros compañeros que estamos en en escalafón superior; e inmersos en esa
guerra fría y solapada, el encanto del juego compartido se va transformando irremediablemente
en estúpidos enconos, que se alejan cada vez más de los verdaderos motivos que nos
acercaron al juego del correr.
Retornemos a este juego, porque
es conmovedora, cuando no ridícula, la actitud de muchos corredores de los que se
ha dado en llamar recreacionales o populares, que está más próxima del profesional del
atletismo, que de sus propias y reales condiciones.
No seamos ingenuos: no vamos a
ser olímpicos, ni profesionales. Creo que el mercado se ha inundado de planes que
restan espontaneidad y libertad al corredor y que, sobrellevados con los deberes
profesionales, familiares y demás avatares diarios, sólo nos llevarán a tensiones,
agotamientos y cansancios. No es que no sea partidario de
las competiciones, sino que las mismas deben ser para
nosotros una meta secundaria,
siempre en función de la principal que es el mantenimiento de la forma, que
debe ser el primer mandamiento del corredor. Acabar una carrera habiendo conseguido
una buena marca o clasificación es bueno para nuestra
vanidad, pero si tenemos que
pagar por ello con dolores, bajas formas o postraciones cercanas a la enfermedad, el
triunfo deja de tener cualquier valor.
Correcaminos
LASTRA, T.: “La columna de andrópilis”
Arthax. Madrid, 1991.
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